Excelente canción de Carlos Barragán ayer en 678. Para el que se la perdió, para el que la quiere volver a ver, para disfrutar en el viaje o llevar de regalo.Gran participación además del Luis Livolti, que nos recuerda a la verdadera Federación Agraria, y no a la desilachada actuacion de Eduardo Buzzi en la Mesa de Desenlace.
Cuando era chico me gustaba el campo. Qué paisaje sereno me parecía. Qué bellos atardeceres; el ombú, el cardo, el maizal, el caballo atado al palenque, las vacas lecheras, los perros echados a la sombra, el croar de las ranas en la charca, el mirlo, la calandria; el humo del fogón encendido, la ronda del mate, el techo de paja del rancho del puestero, la galería colonial del casco de la estancia... ¡Qué lindo me parecía el campo! Cuánto me gustaba. Sentía el olor de la humedad de la mañana y el del pasto fresco. Y hasta me gustaba el olor a bosta en los corrales, porque completaba mi sentir del campo. Pero era chico, y solo comprendía la engañosa y encantadora idea del paisaje de superficie. Además me influían las lecturas mal digeridas de José Hernández, Guiraldes y Payró, que entronizaban al campo con sus leyendas ancestrales. Me ganaba un estereotipo irreal y romántico; era crédulo, inocente, sentía que el campo era más bueno que todo. Me gustaban por igual el rancho del puestero como el palacio del patrón, tal vez porque en aquel entonces ignoraba que ambos extremos se juntaban en la cuenta bancaria de sólo uno de ellos. Pero un chico puede equivocarse. Y también un grande, claro. Pero a mí me gustaba el campo; tanto, que hasta recuerdo haber garrapateado algún verso referido a él. Hoy costaría mucho escribir poesía sobre el campo. Se hizo prosaico, utilitario, y en parte hasta grosero. No rima: “ripia”. No canta: brama. Y hablando de canto y poesía: Quién no escuchó o recitó alguna vez ese versito que dice: “En el cielo las estrellas, en el campo las espinas, y en el medio de mi pecho, la República Argentina”. No sé quién compuso este cuarteto popular, y aunque me resultaba simpático y fácil de recitar, nunca entendí eso de atribuirle al campo únicamente las espinas. Porque el campo tiene otras cosas: Al gaucho ya no, porque el gaucho ha pasado a ser una creación literaria, una fotografía de Aldo Sessa, los almanaques de Molina Campos y en todo caso, algún festival de doma y flolklore. Pero tiene el ganado, el cereal, los silos bolsa y de los otros, las cuatro por cuatro, los arrendadores y los arrendatarios. ¡Y los pool de siembra! … y tambien tiene la queja eterna. Porque él es siempre una lágrima, un rezongo, un descontento. Cuando no es por la vaca es por la leche, cuando no es por la sequía es por el granizo, cuando no es por el dólar es por el peso, cuando no es por el gobierno de acá, es por los gobiernos de allá. El campo nunca está saciado, nunca satisfecho. No hay mate ni champan que lo contente; no hay cosecha que lo engorde ni puertos del mundo que lo enriquezcan a gusto. Y no hay cielo estrellado que le quite la queja. ¿Qué habrá que hacer para que el campo, aunque sea de vez en cuando, deje de quejarse y reconozca una porción de felicidad como cualquier otro argentino? Porque lo normal, es llorar y reírse, quejarse y gozar alternadamente, y nó vivir escondiendo el goce en una queja por la angurria de no querer compartir la suerte. Porque eso es como si una histeria insaciable, vasta como la pampa húmeda, se lamentara eternamente insatisfecha. Para consolar al campo argentino no hay terapeuta ni ecosistema ni demanda global que valgan. No le basta el privilegio de la naturaleza que le tocó en la lotería del planeta. ¿Nuestro paciente y tolerante destino, será seguir oyéndolo quejarse siempre, por los siglos de los siglos? Curiosamente el campo, que es tan grande, modestamente prefiere llamar a las cosas en diminutivo: patroncito, peoncito, asadito, ponchito, matecito, chequecito, viajecito a Europa, y ahora pequeño productor. Lo único que al campo le parece grande son los impuestos que se le cobran. Lo cierto es que ya no siento nostalgia del campo que tanto me gustaba. Los dorados trigales de enero fueron reemplazados por el marrón verdoso de la dañina soja transgénica. Las vacas ya no pastan en el fresco verdor de la alfalfa, ahora sufren y se angustian en el amontonamiento de los fit-lot. Y lo que es peor, las nobles caras rústicas y aindiadas de Martín Fierro y Atahualpa Yupanqui, fueron forzadas a sufrir crueles mutaciones genéticas. Y si nó miren las de los de la Mesa de Enlace: Se las ve crispadas, abotagadas, alineadas en fila y como acuarteladas. Es que la codicia transgénica finalmente acaba produciendo las caras que se merece. La fotografía de los heraldos de la soja y el fit-lot, en La Rural, con los brazos en alto, celebrando una gesta de mezquinos intereses y generosas ganancias, y cantando el himno nacional, que milagrosamente sale indemne de cualquier boca por bocaza que sea, me cambiaron el gusto.