Cada época
tiene la facultad de resignificar el pasado. Nada de lo que quedó atrás
permanece intocado cuando, bajo las circunstancias propias del presente, es
puesto nuevamente en el centro de la escena. Acaso la más cabal y reciente muestra
de ello pudimos verla durante los festejos del Bicentenario, no sólo porque una
multitud rompió en mil pedazos los augurios mediáticos de una conmemoración
atravesada por la indiferencia, sino también porque de esa inédita fiesta
popular emergió un nuevo relato de la
historia nacional, un relato que obligó, a los distintos actores de la vida
contemporánea, a debatir lo que parecía ser un expediente ya cerrado.
Algo
semejante, aunque bajo otras condiciones y características, sucedió el 11 de
marzo pasado en la cancha de Huracán, cuando decenas de miles de hombres y
mujeres de distintas edades y condición social se reunieron para enlazar, en un
giro no menos interesante y sorprendente, lo acontecido hace 38 años, en otra
Argentina, con una realidad que hoy se manifiesta y nos interpela de manera apasionante
sin que nada ni nadie pueda permanecer indiferente.
En ambos casos, por esos misterios que conforman la
intimidad de las sociedades, lo que dejaron esos acontecimientos fue no sólo la
posibilidad de conocer otra memoria, poniendo en evidencia que la historia
siempre es un territorio de disputas y querellas que estallan en el presente,
sino también que la participación popular en el debate político es lo único que
puede quebrar la hegemonía de los sectores dominantes, sus voceros mediáticos y
sus aliados “democráticos”.
Lo que muchos quizá no sepan o no reconocen
es que las jornadas de mayo de 2010, en las que una verdadera multitud se
derramó sobre el centro de Buenos Aires
y de muchas otras ciudades del interior redescubriendo una escritura hasta ese momento ya casi olvidada, o en el
mejor de los casos tenuemente mencionada por muy pocos, fueron posibles porque
algo insólito se inauguró en otro mayo, de 2003, cuando inesperadamente se quebró la inercia de un país degradado y una
sociedad a la que se le había privado de lo mejor de su propia historia.
Puede que aquel 11 de marzo de 1973, cuando
triunfó la fórmula Cámpora-Solano Lima luego de 18 años de proscripción del
peronismo, no tenga mucho en común con el acto realizado el pasado 11 de marzo
en la cancha de Huracán. Aquellos jóvenes de los setenta, portadores de sueños y
banderas revolucionarios, núcleo militante que junto a la clase trabajadora logró
traer a Perón de su exilio madrileño, evidentemente no son los mismos jóvenes del siglo XXI,
amanecidos a la política ya hartos de la falta de participación y el predominio
del hiperindividualismo que infectó nuestras sociedades en las últimas décadas.
Dos experiencias históricas muy distintas, ya que entre aquella Argentina de 1973
y esta del 2011 no sólo nos separan los años cruentos, vergonzosos y miserables
dominados por los perros de la noche dictatorial, sino que además es otra la
relación que mantienen las actuales generaciones con la democracia, invirtiendo
los términos de aquella época en la que poco y nada del espíritu democrático
parecía vivir en el interior de una sociedad que sólo había conocido la malsana reiteración de
proscripciones, golpes militares, gobiernos civiles débiles y finalmente una
dictadura criminal como nunca antes se había conocido. Sin embargo ambas confluyeron masivamente a esa
cita con el presente argentino que representó
el acto de Huracán.
Una generación, la del setenta, ilusionada
con transformar el mundo y sacudida por las irradiaciones de la Revolución
Cubana, el Mayo Francés, la epopeya del Che y los grandes movimientos de
liberación nacional que venían convulsionando al Tercer Mundo, que creyó que
podía tocar el cielo con las manos y sin embargo no pudo torcer el rumbo de una
tragedia anunciada, y otra generación
que ha crecido al cobijo de una democracia cuya inédita permanencia y más allá
de crisis y dificultades parece haber alcanzado una madurez que ya nadie discute: una generación que ha debido construir su
experiencia de retazos y de novedades pero que sabe que son herederos de otros
jóvenes, que llevan en sus mochilas sueños y mandatos, utopías y derrotas y busca
reconstruir los hilos que los unen con las antiguas experiencias
Algo de eso viene sucediendo desde hace un
par de años en la sociedad argentina, provocando sorpresa y alarma en el poder
corporativo, que, como siempre, se desespera cuando estos “milagros” se hacen
presentes en la vida de los pueblos. Porque
allí, con miles de voces cantando lo propio de esta época, nuevamente se dieron
cita las multitudes que hacen la historia.
En Huracán se
reescribió, bajo las demandas y las condiciones de nuestra actualidad, la
significación del 11 de marzo de 1973. Se hizo de esa fecha-acontecimiento ya
no un recuerdo de un pasado mítico, añorado por quienes se sienten huérfanos de
sus irradiaciones, sino que se abrió paso una reapropiación inesperada, y con nuevo
estilo, de un pasado que vuelve a cobrar un sentido que parecía extraviado en
la noche de la historia. Allí se recogió la herencia de un acontecimiento que
marcó a fuego a la política argentina y que sin embargo no es festejado ni
recordado por el pejotismo, que ha preferido otros rituales y otras fechas a
aquella que le recuerda el triunfo de “los infiltrados”.