Escribe Pablo Martínez Sameck
Ex presidente del PI de la Prov. de Bs. As.
El 6 de julio pasado Oscar Alende hubiera cumplido 100 años. Frente a tantos falsos próceres, es imposible dejar de sentir admiración por una figura fraguada en férreos valores que, aún dentro de situaciones absolutamente adversas se mantuvo incólume.
Cómo no recordar su mensaje televisivo, en vísperas del 24 de marzo de 1976, ante la abierta hostilidad para amedrentarlo que los sediciosos le mostraran, armas en mano, y amenazándolo en el estudio de televisión antes de que enfrentara la cadena oficial. Él sólo brindó su comprometida interpelación a la unidad y a la defensa de la democracia. ¡Qué diferencia respecto de otros que especulaban! Que decían que no tenían más respuestas. Se necesitaba de mucho valor para sostener esa posición bajo aquellas circunstancias.
Hombre de convicciones firmes, insobornable, pagó un alto precio, en algún momento, hasta con un forzado repliegue en el partido, a mediados de la primera época peronista en la vieja Unión Cívica Radical. Era una época de oposicionismo, de políticas de rechazo indiscriminado, en donde los contreras, los futuros gorilas, se solazaban en posiciones de brutal descalificación y frontal disputa. Época en que algún futuro ministro llevaba bombas a la Plazo de Mayo, en vísperas del golpe, enajenado por una lógica similar a la del bombardeo del 16 de junio de 1955.
Orgulloso hombre de Moisés Lebensohn, central dentro del Movimiento de Intransigencia y Renovación de la UCR, suscribió firmemente el Programa de Avellaneda, aquel que reconquistara al radicalismo, frente al unionismo y los galeritas, para el yrigoyenismo. Vital fue su posición de rechazo al decreto que anulara a la Constitución de 1949. En las sesiones de la Constituyente de 1957 se opuso cabalmente a cualquier modificación de la Carta Magna, dejando sin quórum a la Asamblea, después de acompañar sí, la inclusión del artículo 14 bis que redactara Crisólogo Larralde.
Recibido de médico, fue antes presidente del Centro de Estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad de La Plata y vicepresidente de la Fulp. Ejerció exitosamente siempre su profesión, aún entre 1958 y 1962, cuando fue gobernador de la provincia de Buenos Aires. Jefe de Cirugía Gastrointestinal del Hospital Rawson de la Ciudad de Buenos Aires, profesor de la Escuela Quirúrgica del Hospital Finocchietto y miembro de la Academia Argentina de Cirugía, alcanzó todos esos logros profesionales al tiempo que militaba políticamente.
Impecable su gestión al frente de la gobernación de la Provincia de Buenos Aires. Una gestión moderna, progresista, conducida por su liderazgo de férreo pulso, frente a las inconsecuencias desarrollistas. Expropió estancias mal administradas por los ingleses y por consorcios extranjeros en la pampa húmeda, estableciendo nuevas colonias de gringos y teniendo en mente una posible reforma agraria.
En 1963 presidió la Unión Cívica Radical Intransigente y fue su candidato a presidente. Rechazó propuestas de torcer en el Colegio Electoral la voluntad popular, ante la magra cosecha de los radicales del pueblo con Arturo Illia a la cabeza, una entente espuria que lo tentaba con llegar a la primera magistratura. Otro tanto volverá a hacer, frente al oficioso ofrecimiento de ser su compañero de fórmula, que le hiciera Juan Perón en 1973.
En 1972, frente a la manipulación que realizara Arturo Mor Roig desde el Ministerio del Interior de la dictadura, expropiando la sigla UCR, funda al Partido Intransigente y constituye a la Alianza Popular Revolucionaria, que hace una muy digna elección.
Bajo la última dictadura, impuso en la Multipartidaria todo su empuje e impidió darle consenso a la autoamnistía del régimen del terrorismo de Estado.
Con el regreso a la democracia, en 1983, tuvo clara amplitud ideológica para abrir las puertas del PI a vastos contingentes políticos del más amplio espectro, en especial de la izquierda revolucionaria de los ’70, asegurando que en su partido “no se le realizará jamás un análisis de saliva a nadie.”
De esa época, se recuerdan sus piezas oratorias magistrales en la Plaza Once, una en 1983, en el lluvioso cierre de su campaña y otra en 1985, cuando invitara al presidente Raúl Alfonsín a “atravesar la cordillera de Los Andes, como San Martín”, frente al dilema de la deuda externa. Los anales parlamentarios atesoran su brillante alocución sobre el mismo tema, en la Cámara de Diputados, donde se autodefinía como nacionalista popular revolucionario, condición que no limitó su reconocimiento más allá de la Nación, como lo testimonian las invitaciones especiales que en diversas oportunidades le hiciera la Internacional Socialista.
Hombre abierto, desprejuiciado, estudioso, supo implicarse de manera premonitoria en el conocimiento del papel que la revolución científica y técnica tendría, incorporando un tema de agenda obligada para el futuro de la patria. De memoria envidiable. De prolífica producción de agudos ensayos políticos. Pero sobre todo, nunca tentado por los atajos individuales, que despreciaba, con Lebensohn, como políticas del servicio personal, esas estrategias inconducentes que en el presente signan tristemente nuestra vida política e institucional.
Don Oscar Eduardo Alende fue un hombre de ley, de principios y verdadero defensor de las políticas públicas del Estado como herramienta de transformación y de defensa del patrimonio nacional y de los sectores más humildes. Frente al centenario de su nacimiento, brindémosle debida honra.
