Escribe Esteban Collazo
El país era una caldera, ardía en dolor y miseria, acaso un infierno como luego diría un hombre que vino del sur a cambiar la historia, a sembrar esperanza y alegría en un pueblo que algunos creían derrotado.
Había visto por televisión que el país estallaba, que personas desesperadas saqueaban comercios. Recuerdo que esa tarde, la del 19, crucé la plaza Constitución (en Capital) y del supermercado Coto la gente salía con bolsas y changuitos, en una mezcla extraña de alegría y furia, y se dirigía a la estación para tomar el tren y retornar a su casa.
“¿Qué pasa mamá?”, pregunté. “La gente no da más”, me respondió, sin mucho más para decirme -en momentos como esos pocas son las palabras que el estómago permite expulsar-. Yo tenía tan solo 14 años y desde ese día algo cambió en mí porque algo había cambiado en el país. Luego vendrían, ya más de grande, los análisis, la posibilidad de ponerle nombre a las cosas y contextualizarlas. En ese momento todo era crisis, riesgo país, colas de jóvenes en las embajadas para emigrar sin posibilidades ni perspectivas, deudas, corralito, corralón, disparos, gases y 39 muertes.
Si hasta se atrevieron a pegarle a las Madres de Plaza de Mayo en su propia Plaza frente a las cámaras de televisión.
Angustia y tensión era lo que se mamaba en mi familia (y en todo el país) hasta que al entonces presidente Fernando de la Rúa se le ocurrió declarar el Estadio de Sitio. En ese momento mi vieja, como otros miles, saltó de la silla y se mandó para la Plaza de Mayo porque no quería vivir nuevamente el terror de los ’70, ni milicos, ni tanques, ni detenciones, ni el miedo de aquellos años. No lo quería para ella y no lo quería para sus hijos ni para ningún habitante de nuestro país.
Había otros que ya estaban en la Plaza por sus depósitos, por sus ahorros, por su laburo, por algún familiar, y todo ello se juntó y llegó el estallido que el rock venía anunciando. No fue sorpresa, al neoliberalismo se lo resistía desde los movimientos sociales, los movimientos de desocupados, el Polo Social, el Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA) que encabezaba Hugo Moyano en la CGT, la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA) de Germán Abdala, la Marcha Federal, las protestas piqueteras en varias provincias, etc.
El modelo económico, social, cultural y político impuesto a partir de la última dictadura cívico-militar hizo eclosión y el pueblo no soportó más el ajuste, la pobreza y la exclusión. El 19 y 20 de diciembre del 2001 se inició el derrumbe del neoliberalismo (un proceso largo y una lucha que todavía continúa), se dijo basta, y se comenzó a andar aunque en ese momento todavía con un horizonte un tanto difuso.
El pueblo no quería más convertibilidad, Banelco, “flexibilización laboral”, pérdida de derechos, ausencia de paritarias, megacanje, blindaje económico, ajuste, desindustrialización, recorte del 13 por ciento a los jubilados y a los trabajadores de la educación y los estatales, abandono de la salud, de la educación, destrucción del Estado e indultos y perdón a los responsables de los delitos de lesa humanidad. Hubo represión, un helicóptero que se escapó con un cobarde más que la historia de nuestro país recordará y Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá (que declaró el default) y Eduardo Camaño desfilaron al ritmo de las corporaciones económicas.
Llegó el turno de Eduardo Alberto Duhalde, sus falsas promesas, la pesificación asimétrica, otra vez el dedo en el cu… a los que menos tenían, y Maximiliano Kosteki y Darío Santillán asesinados en el Puente Pueyrredón el 26 de junio de 2002.
Recuerdo los clubes de truque que aparecieron en esos años para dar alternativas a la crisis que vivía el país, las asambleas barriales que surgieron, la de San Telmo, la gente reuniéndose en el Parque Lezama, en particular la de Juan B. Justo y Corrientes que todavía continúa junto al maestro Rubén Dri.
El resto se sabe: Duhalde eligió a uno que luego no agachó la cabeza ni dejó las convicciones en la puerta de la Casa Rosada, que no se subordinó a los dictados de los poderes fácticos, que sabía que tenía que llegar aunque sea de la mano de Duhalde para cambiar la argentina; y aquí estamos, escribiendo la historia, cambiándola, limpiando las lágrimas por su ausencia física y fortaleciendo un proyecto nacional, popular, democrático y latinoamericanista.
Ahora queda que algunos recuerden el dolor que vivieron, el infierno que era, el “piquete y cacerola, la lucha es una sola” y cómo estaban con las políticas que hoy proponen muchos políticos de oposición. Es cierto, todavía falta mucho, pero sin lo conquistado y sin el piso que hemos alcanzado, no hay posibilidad de estar mejor.
La generación a la cual pertenezco, la que nació en el neoliberalismo, en el fin de la historia, mientras la maquinaria mediática y pedagógica hegemónica enseñaban que las ideologías se habían acabado, la que nació en una sociedad corrupta, con un tejido social desecho, con una inmensa desocupación y altos niveles de violencia, cuando la única vara para medirse era el dinero o el “éxito” y no la solidaridad o el amor, a partir del 2001, y sobre todo a partir del 2003, se ha volcado por completo a la política con el entusiasmo y la certeza de que transformar la realidad, cambiar el país que los genocidas nos dejaron y construir una Patria Justa, Libre y Soberana es posible.
En estos días vemos como muchos pretenden rememorar aquellos años de desesperación apadrinando conflictos, como dijo la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner, e intentando desestabilizar junto a los medios de prensa hegemónicos. Pero esta vez, el 19 y el 20 de diciembre, encuentra una Argentina de pie, politizada, movilizada, medianamente organizada y con amplios sectores de la sociedad concientes de lo que hay en juego y de la importancia de defender los derechos conquistados en esta Revolución del Bicentenario.