Escribe Gabriel Bencivengo
El obispo convocó a una marcha sobre el Congreso en alianza con procesistas y menemistas.
La posición del Episcopado frente a temas como el divorcio y el proyecto aprobado en Diputados para instaurar el matrimonio entre personas de un mismo sexo es conocida y sus reacciones, previsibles. Tampoco debería sorprender la postura belicosa del arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, quien no dudó en definir como “una guerra de Dios” la cruzada que lo ocupa por estos días, tras su impreciso y frustrado proyecto de darle coherencia a un frente político que sirva de oposición al gobierno nacional.
“No se trata de una simple lucha política, es la pretensión destructiva al plan de Dios”, adoctrinó Bergoglio en una carta dirigida a los integrantes de la Orden de los Carmelitas Descalzos, horas antes de que un grupo de legisladores, a las apuradas y bajo presión, redactara y diera dictamen al proyecto de “unión civil” que reemplazó la “movida del padre de la mentira que pretende confundir y engañar a los hijos de Dios”, según calificó Bergoglio el proyecto por el matrimonio gay en la misiva que publicó el Boletín Eclesiástico.
Los discursos y las apelaciones de Bergoglio, sin duda, ruborizan a muchos sacerdotes y comunidades que integran la Iglesia Católica y se esfuerzan, al igual que muchos laicos, por revertir la pesada herencia social que, con la complicidad de la inmensa mayoría del Episcopado, dejó la dictadura cívico-militar que arrasó el tejido económico, político y cultural del país. Ni qué hablar del rechazo que produce entre quienes adhieren, desde el seno mismo de la Iglesia, al Concilio del Vaticano II y a la reflexiones de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, realizada en Medellín en 1968.
Ausente de tales cuestiones, horas después de su mensaje a la Orden de los Carmelitas Descalzos, Bergoglio redobló la apuesta y, jesuita al fin, se puso al frente de los soldados de Dios para convocar, a través del Departamento de Laicos de la Conferencia Episcopal, a una marcha sobre el Congreso para el martes pasado. Tras definir el matrimonio heterosexual como un “bien de la humanidad”, les ordenó a párrocos, rectores de colegios católicos y capellanes que faciliten los medios para la concentración, punto culminante de una estrategia que pretende replicar ese mismo día en las diócesis de todo el país con sus respectivos obispos a la cabeza.
En los hechos, Bergoglio no hizo más que reiterar, esta vez con un lenguaje bélico, lo que sostuvo durante el Tedeum paralelo que ofició en la Catedral Metropolitana el 25 de Mayo pasado. En esa ocasión, escudado en metáforas bíblicas, se refirió a la iniciativa como la “envidia del Demonio por la que entró el pecado al mundo”. Una vez más ausente del reclamo de las minorías, les señaló a Mauricio Macri y Francisco de Narváez, entre otros asistentes, que no era hora de “detenerse en opciones fijadas por intereses que no tienen en cuenta la naturaleza de la persona humana, de la familia y la sociedad”.
La cruzada de Bergoglio. Lejos del camino que trazaron los obispos Jaime de Nevares, Miguel Hesayne, Jorge Novak y Enrique Angelleli –por nombrar a los más notorios–, Bergoglio hunde sus raíces en las usinas del integrismo y el nacional-catolicismo que encumbraron a Juan Carlos Aramburu y Raúl Francisco Primatesta, dos cardenales que se negaron a proteger a las víctimas de la dictadura y que les cerraron las puertas a los organizaciones de derechos humanos. Una actitud siniestra que practicaron, incluso, cuando sus propios sacerdotes eran secuestrados, torturados, asesinados u obligados al exilio.
Obviamente, Bergoglio no está solo en la cruzada. Obsesionado por consolidar un frente opositor, no duda en reclutar a las figuras más emblemáticas de los años noventa. Su “Contrato Social para el Desarrollo”, presentado en la Universidad del Salvador, fue coordinado por el ex ministro Roberto Dromi, y entre sus redactores y adherentes hay figuras que huelen a pasado, como Armando Caro Figueroa –promotor de la flexibilización laboral–, Horacio Jaunarena –defensor del Punto Final y la Obediencia Debida–, Roque Fernández –ejecutor del neoliberalismo local– y Andrés Delich –ex ministro de Educación de De la Rúa–.
La ganancia empresaria, la autonomía del Banco Central y las retenciones son algunos de los temas sobre los que avanza el documento. Ni una palabra dice, en cambio, de los derechos humanos. Una omisión coherente con el solapado apoyo que buena parte del Episcopado brinda a la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia, un lobby entre cuyos principales conductores revista Alberto Solanet. Compañero de tertulias de Cecilia Pando y hermano de Manuel –ex funcionario de Leopoldo Galtieri–, Solanet insistió en febrero pasado –desde las páginas de La Nación – en definir como una “guerra” la represión ilegal y pedir “una generosa ley de amnistía”.
El objetivo lo comparte también Eduardo Duhalde y tiene como principal usina la Corporación de Abogados Católicos que preside Eduardo Bieule, para quien el matrimonio gay “sólo servirá para acentuar el proceso de desintegración moral en que nos encontramos sumergidos”. Entre los integrantes de la corporación figuran algunos de los socios del conservador Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, otra entidad con fuerte poder de lobby.
Aunque menos conocida, otra agrupación que también revista en las filas de Bergoglio es la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresas (Acde). Su titular, Adolfo Ablático, opera para el cardenal en el terrenal mundo los negocios. En la tarea lo ayuda José Antonio Aranda, vocal de la entidad, pero más conocido por su participación accionaria en Grupo Clarín SA, la empresa madre del holding propiedad de Ernestina Herrera de Noble y que conduce Héctor Magnetto, integrante de la Asociación Empresaria Argentina (AEA), representativa de los más concentrado de la economía local.
Hoy como ayer. Al igual que el grupo cívico-militar interesado en una amnistía, un importante sector del Episcopado considera el catolicismo como un elemento integrante de la Nación. Religión y Patria, como antes fueran Religión y Rey, es uno de sus estandartes. La visión, que rechaza los modelos posconciliares, se funda en el integrismo y el nacional-catolicismo. Aunque larvada, la doctrina sobrevivió al fin de la dictadura y emerge cada vez que las instituciones democráticas avanzan sobre cuestiones que la Iglesia como institución cree que le competen por mandato divino.
Así ocurrió en 1986, cuando Raúl Alfonsín impulsó la ley de divorcio. Hoy, el Espiscopado demoniza la iniciativa por el matrimonio gay y a quienes la impulsan. Teñida de prejuicios, la supervivencia de la postura quedó patentizada en las palabras del obispo auxiliar de La Plata, Antonio Marino, quien aseguró la semana pasada que “según los estudios científicos, los homosexuales tienen hasta 500 parejas en la vida, padecen de más ansiedad, tienen más tendencias al suicidio y consumen con más frecuencia estupefacientes”.
Ni siquiera el caso de Christian Von Wernich disparó en el Episcopado un debate sobre la responsabilidad institucional de la iglesia en los años de la dictadura. En los hechos, Bergoglio afirmó entre líneas que la difusión del siniestro accionar del ex capellán de la Policía Bonaerense de Ramón Camps era un ataque a la Iglesia en su conjunto. Una negativa coherente con la cerrada oposición que encontró monseñor De Nevares entre sus colegas del Episcopado cuando, en los años de plomo, propuso formalmente la creación de una vicaría para atender las solicitudes de las víctimas de la represión ilegal.
Las nuevas estructuras parentales son una realidad y seguirán su curso. Atada al pasado, la cúpula de la Iglesia Católica se resiste tan siquiera a considerar que las leyes retrógradas nada cambiarán, sea cual sea la opinión de los exégetas de Dios.