El
Espacio Carta Abierta convocó a diversas organizaciones y personalidades para
redactar un documento en común. El pasado sábado por la mañana en la Biblioteca Nacional
se leyó frente a más de 300 personas.
Conmemoramos
el Bicentenario de la
Argentina sin evocar un pasado mítico pero sabiendo que en
los pliegues de su historia persisten memorias de un país para todos, muchas
veces extraviado en su propio laberinto y otras arrojado a los poderes de la
injusticia. De un país que supo de apasionadas escrituras libertarias y que
guarda en sus fibras los nombres propios de los hombres y las mujeres que
buscaron construir, individual y colectivamente, los trazos de otra patria. La
que buscamos en los signos de esta época que ofrece la posibilidad cierta y
urgente de encontrarnos con lo mejor de las tradiciones ancladas en los ideales
de igualdad, libertad, justicia y soberanía. Ése es el mayo que nos urge desde
hace 200 años.
De
la Argentina
de las luchas emancipatorias quedan los rastros de los esfuerzos políticos, de
los trastrocamientos sociales, de la ruptura del orden colonial, pero también
la memoria de lo irresuelto, de las promesas no realizadas, de lo popular sin
redención. Es en los hilos de lo pendiente, en la memoria de las voluntades,
que pronunciamos el nombre de Argentina, en este Bicentenario.
No
lo hacemos en la Argentina
del Centenario, ese espejo virtual que los poderes actuales instalan en el
lugar de Paraíso Perdido. En aquella Argentina un futuro que se imaginaba
dorado, sobre la base de los ganados y las mieles, se proyectaba bajo la égida
de un Estado excluyente, con las mayorías silenciadas políticamente y con un
mundo popular asolado por la desdicha. El Centenario fue oropeles y visitantes
extranjeros, tanto como estado de sitio y lucha callejera. República para pocos
y Ley de Residencia. Un modelo de país agro exportador incapaz de proyectarse
con autonomía del Imperio Británico y de mirarse en otro espejo que no fuera el
de un orden internacional injusto. Jóvenes de clase alta incendiaron un circo
plebeyo para que no altere un paseo tradicional. Esas fogatas prepararon la Semana Trágica y
los fusilamientos de la
Patagonia, expresiones del odio oligárquico que se
descargaría cada vez que el pueblo defendería sus derechos.
No
aceptamos volver a la
Argentina de 1910. No podemos identificarnos con un país de
la desigualdad, el prejuicio y la exclusión. Ni con un país diseñado desde la
lógica de los intereses corporativos, que ha venido rapiñando lo público y
tratando de disolver lo mejor de las creaciones colectivas, que dieron forma a
sistemas de educación y salud equitativos. No es nuestra tradición la que
confunde “nación” con “raza” u origen geográfico ni la que reivindicó como
causa nacional la aniquilación de pueblos originarios y de sus hombres y
mujeres, la servidumbre y el despojo material y cultural, ni estamos dispuestos
a tolerar sus abiertas o embozadas formas de persistencia. No queremos que se
silencien las voces que desde el fondo de nuestra travesía como nación se
expresaron para avanzar hacia una sociedad más igualitaria, ni convertirnos en
espectadores que contemplan cómo unos pocos se complacen en sus riquezas
mientras los que producen los bienes sociales son reprimidos, acallados o
expulsados.
No
queremos regresar a los fastos de ese Centenario que sigue persiguiendo como
una sombra espectral los sueños de emancipación, como lo hizo en el 30, en el
55, en el 66 y en el 76. Nuestro Bicentenario busca reencontrarse con los
trazos que fueron dibujando los sueños de libertad e igualdad del primer Mayo y
que debieron sortear incontables dificultades y las peores pesadillas. Somos
ese país de sueños y de pesadillas. Se trata de recrear, con nuestra fuerza
imaginativa y con inventivas populares, la fuerza emancipatoria del inicio, y
las de las múltiples formas de resistencia que en nuestro suelo fueron
ejercidas desde la Conquista
y la Colonización,
sabiéndonos parte de un destino común, entrelazado con el de los pueblos de
toda América Latina, sin los cuales no puede pensarse un presente ni un futuro.
El
Bicentenario es, fundamentalmente, una conmemoración de esas luchas
emancipatorias que en sus mejores momentos tenían menos un destino local que
una idea de lo americano. Que tiene su punto de inicio en la revolución de los
esclavos haitianos y se consolida recién en 1824. Cuando hoy América Latina
traza acuerdos y composiciones, cuando construye UNASUR y afianza los
compromisos políticos y económicos, cuando procura un destino común, vuelve a
proyectarse sobre el fondo de la unidad anunciada en los primeros gritos
libertarios, y la Argentina
a reencontrarse con el destino que soñó al nacer.
Esta
Argentina tiene en su corazón profundo una vida popular que ha sido gravemente
dañada y que es, así y todo, potente y creativa. El antiguo pueblo del himno ha
sido rehecho por dictaduras atroces, persecuciones violentas, modificaciones
profundas de la economía y el Estado, tecnologías y lenguajes comunicacionales
capaces de generar las condiciones para que un sentido común amasado entre la
dictadura y los años noventa, corroa las fuerzas de nuestra vida social y
cultural e inhiba el diálogo activo con el pasado.
Ha
sido reconfigurado y avasallado el pueblo. Y sin embargo, ha sido y es el sustrato
de las resistencias, la potencia creadora de nuevas formas de vida, de
lenguajes, de símbolos, de modos de encuentro, el horizonte de una real
autonomía simbólica y política de la nación. Ese pueblo tiene múltiples y
heterogéneos rostros políticos, se despliega en organizaciones diversas y en
experiencias no siempre concordantes. Los que aquí manifestamos lo hacemos como
parte de ese pueblo, como parte de las organizaciones en las que se nuclea y se
recrea.
Son
los rostros de los trabajadores asalariados y sindicalizados, herederos de los
que un 17 de octubre del ’45 le dieron forma a sus exigencias de justicia y
dignidad en una novedosa articulación política y que en mayo de 1969 hicieron
temblar la ciudad de Córdoba. Son también los rostros sufridos de los
desocupados que intentan recuperar una trama social devastada por el
neoliberalismo y que en los noventa fueron el alma y el cuerpo de las
resistencias, esa parte de los incontables que hoy marchan en pos de la equidad
y el reconocimiento. Son los rostros de los activistas sociales y de los
creadores culturales. Son los rostros de las militancias por los derechos
humanos y de los pacientes articuladores de los barrios. Son los rostros de los
estudiantes que supieron arrojarse a las luchas populares. Son los rostros de
los empresarios comprometidos con ideales de autonomía nacional y los de los
profesores y maestros que trajinan diariamente por la educación pública. Son
los rostros de los inmigrantes latinoamericanos que han elegido estas tierras
para construir sus propios sueños y de quienes dan testimonio de la expoliación
a los pueblos originarios y de la defensa de sus derechos. Y recuerdan que sólo
una América Latina de nuevas solidaridades podría alojar esas diferencias sin
diluirlas en el relativismo cultural ni trasvasarlas a persistentes racismos.
Son los rostros de la desdicha, del temor ante el peligro, de la alegría por la
reunión y la voluntad colectiva.
La
conmemoración del Bicentenario no puede desligarse de la consideración de ese
pueblo que encuentra en estos días una remozada capacidad de movilización
callejera y reconocimiento público. El futuro de la Argentina depende de la
atenta vigilia popular, una vigilia hecha de alerta y compromiso, de reacción
frente al peligro y de entusiasmos compartidos. Mucho se ha hecho en estos años
del siglo XXI para restañar la vida popular dañada. Todos deben saber -todas
las dirigencias políticas y sociales- que ningún retroceso es aceptable. Que
este pueblo tiene compromisos profundos con las transformaciones realizadas y
las faltantes y que encontrará en la memoria de sus luchas pasadas y en las
necesidades del presente, la fuerza para resistir cualquier intento de
restauración conservadora. No hay vuelta atrás que pueda resultarnos tolerable.
No hay interrupción que consideremos viable. La Argentina actual, capaz
de enjuiciar los crímenes del pasado y generar políticas de reparación para las
desigualdades contemporáneas, no puede ser suprimida por los agentes de la
reacción.
Deben
ser conjuradas las maniobras de quienes conspiran en las sombras y agitan desde
los espacios mediáticos. Pero también resguardar al país de la corrosión de sus
lenguajes y de una sensibilidad social, cultural y política menguada en sus
capacidades críticas y creativas, como de los condicionamientos en los modos de
vida y de pensamiento impuestos por las culturas imperiales. Sabemos que no se
sale indemne de las heridas infringidas por los poderes de la dominación y que
las diversas formas de la injusticia, la humillación y la fragmentación
marcaron a fuego el tejido social. Pero también percibimos que algo poderoso
vuelve a manifestarse en la patria de todos. En la particular situación de
América Latina en estos inicios del siglo XXI, este pueblo, hecho de memoria y
de presente, escrito su cuerpo por las mil escrituras de la resistencia, las
derrotas y los sueños, tiene la potencia de realizar ese llamado ante los
peligros y la afirmación de su resistencia ante toda forma de la devastación.
El
estado de este pueblo es, hoy, la vigilia: apuesta a la defensa de las
reparaciones alcanzadas y a la perseverante insistencia en lo pendiente. Si es
capaz de mirar al pasado de la nación e inspirarse en la épica americanista de
los revolucionarios de mayo, lo hará porque su realización está en las señales
del presente y en la apuesta al futuro. Tiene ante sí el desafío de dar lugar a
lo nuevo que surge y de contribuir a que se extiendan y fortalezcan los modos
en que los argentinos deciden vivir su libertad para afianzar la de todos. Estamos
convocando a un acto de emancipación, capaz no sólo de enfrentar las trabas que
interponen, ayer como hoy, los intereses poderosos, sino de proponer nuevas
soluciones imaginativas y nuevos objetivos que estén a la altura de una
sociedad enfrentada al desafío acuciante de ser más equitativa. Y a través del
ejercicio de la libertad, de la participación y de la movilización, a llevar a
cabo las grandes tareas pendientes, particularmente las que conducen a
enfrentar las desigualdades sociales que persisten como una llaga que no se
cierra -tareas cuyas señales han sido dadas en estos últimos tiempos-. Un mayo
de la equidad y de la igualdad, un mayo en el que la riqueza sea mejor
distribuida entre todos los habitantes de esta tierra.
Por
todo esto convocamos, con el entusiasmo y la pasión que emanan de nuestra
historia compartida, a emprender las transformaciones estructurales y
culturales que se necesitan para contrarrestar el saldo de décadas de deterioro
y desguace, y avanzar hacia nuevos modos de relación entre los ciudadanos, la
política y el Estado. Somos esos sueños y esas múltiples y diversas
experiencias sin las cuales no podríamos imaginar un futuro. Conmemorar el
Bicentenario implica tomar nota de lo nuevo y convocar lo existente hacia una
profundización de la democracia. Los hombres de Mayo tuvieron ante sí la tarea
de construir una nación despojada de la herencia colonial. Lo hicieron en parte
y la situación de América Latina exige la continuidad de ese esfuerzo. Como
para ellos antes, para nosotros hoy no hay retroceso tolerable y sí un enorme
desafío histórico: la construcción de una sociedad emancipada y justa.