Muchas personas que apoyan a este modelo y a la gestión del
gobierno de Cristina Fernández, se sienten en minoría y avasalladas por la
correntada anti K. Cargan con el peso de que ser oficialistas los condena ante
cierto estándar social. A esas personas me dirijo. Esas que en una reunión o
encuentro se contienen y no se manifiestan, inconscientemente acomplejadas por
la marejada opositora que se exterioriza con arrogancia como si estuviera ante
una hipotética dictadura. Desde los grandes medios y desde las elites sociales
y culturales se infunde furtivamente, entre quienes apoyan al gobierno, el
complejo de culpa kirchnerista. Se trata de infiltrarles la sospecha de que
están defendiendo algo indecente, indigno de un ciudadano democrático. Éste,
distinto y superior a aquellos otros del subsidio, del camión sindical o del sándwich
de chorizo. Porque según ese argumento ninguna persona honrada y civilizada
podría mostrarse satisfecha con lo que este gobierno representa. Representación
negativa exacerbada desde el poder mediático. Cualquiera sabe que oponerse a
algo da más patente de inteligente que estar a favor. Porque estar a favor
sugiere encantamiento, no razón. Y parecer crítico presume de una distancia
intelectual, ajena a pasiones e hinchismos más acordes con la inocencia de la
plebe. Ser de la oposición política, social o periodística representa o
pretende representar intencionadamente, lo contrario del alcahuetismo. La
posición antigobierno sería algo así como “pertenecer” a eso otro independiente
e incomprable. Entonces el que sin ser militante se siente conforme con el
gobierno, se contrae; y acepta que sea el otro quien imponga su opinión. No se
achica por dentro sino por fuera.
Se retira de la cancha y le deja a la televisión la denuncia
sin pruebas. No es fácil defender una gestión o una obra, como sí es fácil
coquetear desde la teoría, la crítica o la utopía. La autoestima así vulnerada
produce en la persona un desánimo y complejo de inferioridad política. Entonces
empieza a callar sus opiniones; y como las calla aparenta asentir con los
opositores. Y así se aumenta esta presunta mayoría de la calle y de los medios
cuyos miembros se rejuntan en la contra. Hay un subyacente aire intimidatorio
en el mensaje opositor que gran parte de la sociedad retransmite a lo Mirtha
Legrand como si fuera la verdad verdadera. En determinadas geografías no ser
oficialistas es un rango, como estar de vuelta de creencias y adhesiones
masivas. Los de derecha que en privado bailan, ponen en público cara de culo
como si les preocupara la suerte de los muchos. Se ven así figuras notorias de
distintos rubros de la fama, descalificando la realidad aunque ellos se solacen
en una realidad opulenta.
Otros en su discurso opositor charlatanean con una abstracta
revolución más profunda que la que expresa el oficialismo. Y cuanto más se
histrionizan a la izquierda más se
derechizaan. Es un ataque bilateral simultáneo. Ante esta prepotencia
adueñada de la perfección sin hacer nada, no más callarse. Dejar de cederle a
los contrarios el campo orégano y el campo soja y el latifundio del guitarreo
crítico. Enorgullecerse de compartir el colectivo sin melindres de pasajero VIP.
Porque aún con reparos, pocas veces como hoy, ser oficialista es estar cerca de
la razón y del cambio.