Escribe Eduardo Massa
En la administración pública el problema de gestión es político, nunca económico. Recién luego de tomada una decisión política, vienen las consecuencias que rozan o impactan decisivamente en la economía desnivelando las cuentas.
Es obvio que compete a quien adopta esa decisión política conocer –o al menos informarse- previamente sobre las consecuencias de tales medidas en el contexto económico en el que lo hace. Es su responsabilidad exclusiva y excluyente, puesto que las variaciones en dicho contexto pueden tornar gravosos los efectos de las medidas impulsadas.
Si decide gastar más de lo que ingresa, el problema no es económico sino de lógica y racionalidad política. Cuando la gestión actual proyectó realizar erogaciones superiores a los ingresos calculados, sabía que necesariamente debía imponer mecanismos recaudatorios para evitar el quebranto.
Si acaso los compromisos financieros de la gestión anterior constituyeran la única causa de ruina, también tocaba al intendente actual balancear su incidencia presupuestaria para no trasladar el aprieto a los vecinos. Ello exigía toda una definición política y no económica. Si nunca antes había sopesado las secuelas de la deuda, ni cuando la convalidara en el Concejo Deliberante que presidía, ni cuando se postuló, ahora resultaba impostergablemente forzoso.
Ahora bien, cualquiera sea la causa, las salidas del problema permiten distinguir básicamente dos alternativas divergentes: 1) ajustar los egresos para que no excedan el total de los ingresos estimados o, 2) aumentar el presupuesto con el consecuente incremento de las contribuciones a cargo de la ciudadanía. Ambas hipótesis importan una legítima y genuina decisión política que acarrea consecuencias económicas. Nuevamente queda evidenciado que el problema es político y no económico.
Me adelanto a precisar que aquellas alternativas no son absolutas. Quizás la más indicada hubiese sido “poner en caja” los egresos, tal como en el primer supuesto, mientras se diseñaba e impulsaba una modificación sensata y equilibrada de las tasas que devengue ingresos adicionales durante el año, los cuales permitirían afrontar los mayores costos de la administración, reanudar la obra pública suspendida o planificar iniciativas nuevas, relanzar planes de contención, programas de inclusión social o emprendimientos comunitarios, etc...
Por el contrario, si el incremento presupuestario era indispensable para la continuidad de su gestión, aplicando la segunda opción, podía reflejarlo con un prudente y mesurado aumento de la carga tributaria, pero escalonada a lo largo de todo el periodo para que la economía hogareña de los riocuartenses no sea sobresaltada por la crisis fiscal.
Desde luego, siempre la corrección de tasas debía priorizar una justa y equitativa distribución de la carga tributaria frente a la necesidad de una mayor recaudación.
La sola lectura del presupuesto municipal elevado al Concejo Deliberante permite colegir cuál fue la elección de nuestro intendente. Con total desprecio por las dificultades que acechaban sobre nuestra economía, proyectó erogaciones para el año 2009 por un total de pesos 242.347.400, esto es más de un 53% por sobre los 157.945.000 previstos para 2008.
Además dispuso sin contemplaciones, mediante un brusco “revalúo” improvisado a tal fin, trasladar a nuestros hogares la obligación de solventarlo para evitar que el déficit del erario paralizara su gestión.
En suma, su decisión política de incrementar el presupuesto devino en la necesidad de imponer un forzado aumento de la recaudación mediante el conocido “revalúo” de los inmuebles. Para colmo de males, decidieron ajustar las tasas municipales previa potenciación solo del valor del terreno de cada inmueble, lo cual apareja una grave inequidad para la población de menor capacidad contributiva.
De lo expuesto surge claro que los impuestos –y las tasas- pueden ser justos o injustos, antes que caros o baratos. Y en este caso, quedaron muy lejos de aquellos principios constitucionales de equidad y proporcionalidad de las contribuciones para el sostenimiento del Estado.
De todos modos, contraviniendo sus propios eslóganes de campaña, nuestra administración municipal ya había dado muestras de cuáles eran sus prioridades. Sino recordemos: suspendió la ejecución de la obra pública en marcha, incrementó los ingresos personales de los funcionarios políticos, agrandó la planta de contratados por locación de servicios y personal de gabinete, aumentó la tasa del servicio de agua, pospuso la implementación de planes de inclusión social,…
Hoy, frente a las repercusiones de tamaño despropósito, da marcha atrás -otra vez– y remueve funcionarios intentando trasladar los costos políticos a otros.
Si la problemática generada por decisiones políticas erradas no puede ocultarse tras argumentos económicos, mal puede transferirse la responsabilidad política de quien las toma. Ello, sin perjuicio del reproche que le corresponde al que deserta de su rol y compromiso político, aplicando irreflexivamente aquellas decisiones.