Hay quienes fingen en el sexo y otros adulteran el
ADN, pero siguen siendo los mismos. Porque uno abre la boca y se desnuda. Aún
quedándose callado uno también se desnuda, porque el silencio revela qué es lo
que se calla. Los que todavía usan máscaras ya no pueden ocultarse: Ni Dios
disfrazado de diablo o éste disfrazado de Dios engañan a nadie. Si hasta los
periodistas y los medios están viéndose obligados a sincerarse; tal vez porque
se están dando cuenta que cuanto más mientan más se sinceran ante el público,
ya que la mentira una vez reconocible tiene el valor de una verdad.
Aunque todavía quedan, la hipocresía es hoy un
anacronismo ya superado. Momento vivo éste; compartimos una historia atravesada
por nosotros y descubrimos que el organismo social va dejando atrás pautas
culturales con fechas ya vencidas, y que por fin la política argentina está
comenzando a actuar a cara lavada. El debate del pasado miércoles 15 en el
Senado es una muestra de ello: No ganaron los pecadores, perdieron los
hipócritas.
En ese juego de opuestos, que fue una fiesta de la
palabra y del silencio legitimada en sus mentiras y en sus sinceramientos, la
sanción de la Ley
que autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo terminó por exponer a
la sociedad tal como es, probando que “igualitario” ya no es un concepto
imposible.
La marcha convocada por la Jerarquía Católica
en contra de lo que ellos llaman
matrimonio gay fue sincera: Expuso su pensamiento sin hipocresía. Y lo mismo
sucedió en el Senado. Eso es bueno: Prueba que comienza
a haber en la sociedad un rasgo virtuoso,
que es cada vez más rápido el ejercicio de sinceramiento en que estamos todos
involucrados. Se está viendo, escuchando, participando de discusiones que
consiguen transparentar nuestros más profundos sentimientos, ideas, prejuicios,
intereses, egoísmos, fraternidades y desprecios. Y ese es un extraordinario
hecho político, ya que provoca y seguirá provocando en cada uno de nosotros, y
en los grupos más diversos, discusiones, tensiones y enfrentamientos
dialécticos. Cada uno de los temas que se ponen en escena, sea por parte del
gobierno, del Congreso, de los opositores, de organizaciones religiosas,
laborales, económicas o académicas, suscitan un sano alboroto de reacciones que
generan contradicciones y hasta antagonismos. Del debate entre contrarios
surgirá la aprobación o el rechazo, y eso es política. De esto se trata la
política cuando está viva, porque cuando está muerta, sepultada por el
terrorismo de Estado o el pensamiento único, sólo provoca en el pueblo una
callada resignación que lo somete a un falso y estéril apaciguamiento.
Desde este punto de vista, la sanción de la Ley de matrimonio entre personas del mismo sexo no es una noticia, es un notición. Porque, si se la ve con ojos de la
cotidianidad mayoritaria, la sanción de la ley simplemente legalizó una
obviedad, pero si se la aprecia desde los derechos civiles de las parejas
homosexuales sus alcances son importantísimos. Pero además, aun cuando a la
pregunta de para qué le sirve esta Ley a los pobres, a los excluidos, a los
desocupados o negreados y otros etcéteras, quizá la primera respuesta que surja sea “para nada”,
pero es atinado recordar que, cuando una minoría relegada conquista derechos,
las mayorías se ubican un poco más cerca de alcanzar los suyos. Por otra parte,
si se la valora teniendo en cuenta que el principal derrotado es un factor de
poder que se creía simbólica y concretamente impune, que maneja esa simbología
a través de una influencia de nexos profundos con los poderes políticos y
económicos a nivel nacional y mundial, lo sucedido el pasado miércoles en el
senado es auspicioso, porque cada vez que una vaca sagrada pierde aumentan las
chances de que se acerque la justicia.
A ese
respecto, es acertado afirmar que ganaron la democracia, las libertades
individuales, el civilismo y hasta la modernidad. Eso es formalmente correcto y
bienvenido, pero falta decir lo elemental, destacar que esos vencedores lo
fueron porque hubo un vencido, y ese vencido no es otro que la Iglesia Católica,
o más precisamente la
Jerarquía Eclesiástica
y sus cínicos aliados de moral indefendible. Y esta es una derrota mucho más fuerte que la de hace
más de veinte años, cuando la ley de divorcio, porque aquello se caía por su propio
peso ridículo, dicho esto sin quitarle méritos al alfonsinismo. Tampoco es
comparable a la derrota sufrida por el oficialismo por la 125, porque aquello,
lo de Cobos y su famoso voto no positivo, fue un episodio circunstancial,
contrastable con el devenir político y susceptible de ser revertido, como que
lo fue, mientras que lo de estos días, el matrimonio homosexual convertido en
ley, marca un quiebre sin retorno, inmodificable. Un adelanto definitivamente
histórico a partir del cual muchos dirán: “Ahora los
homosexuales tienen el mismo derecho que nosotros”. Pero también puede pensarse
de otra manera y decir: “Ahora todos podemos, si queremos, casarnos
con una persona de distinto sexo, o con una del mismo, o con nadie”.
Los
argentinos tenemos un derecho más. Y eso es buenísimo. Y más bueno es porque el vencido se llama ideológica medieval, dogmatismo, intolerancia,
represión.