Creo recordar que fue Marcel Prous quien dijo que “El odio
es dañino desde su origen y al contrario del amor, que alguna vez cesa,
continúa y no sana nunca”.
En la película “El padrino III”, protagonizada por Al Pacino
haciendo el papel Don Corleone, éste le
aconsejaba a su ahijado y potencial sucesor, Andy García, que “nunca hay odiar
al enemigo”. La escena está enmarcada en un momento en el que era imperioso
eliminar a los otros capos, pero el Padrino insistía en que “No hay que odiar
al enemigo, porque el odio enceguece y conspira contra la eficacia; por lo
tanto, si quieres vencer no debes odiar”.
Si eso ocurría en medio de una guerra entre mafiosos, sin límites
en cuanto a los fines ni a los medios a utilizar, un consejo de tal naturaleza
debería ser tenido muy en cuenta por los protagonistas de la competencia
democrática que está, o debería estar, encuadrada en ciertas reglas éticas y
limitaciones metodológicas.
No deja de inspirar cierta pena verse obligado a escribir
sobre cuestiones tan primarias en una sociedad que lleva 27 años
ininterrumpidos de democracia. Pero los
protagonistas lo imponen al desnudar su ambición y su falta de sensibilidad.
Muchos creíamos que aquel “viva el cáncer”, de cuando Eva
Perón agonizaba en su lecho de enferma,
habia quedado en el pasado como un exabrupto de los gorilas de aquella
época. Sin embargo, cuando días pasados Néstor Kirchner fue operado de una
obstrucción en la carótida, la edición on line del diario La Nación fue inundada por
mensajes de intolerancia y salvajismo. Por su parte, la dirección del diario
confió esa tarea a sus columnistas, quienes no se privaron de nada al deslizar
surtidos tópicos de derecha. Y no de la
centro-derecha democrática, esa quimera difícil de hallar en la Argentina, sino de la
derecha más rancia, esa que supera al gorilismo vernáculo para vincularse
ideológicamente al pensamiento nazi. Incluso uno de ellos, que en su momento
admiró el “espíritu espartano” de los
represores durante la última dictadura, hizo una rebuscada analogía entre la
clínica donde estaba internado Kirchner y el Monte Taigeto, lugar desde donde
se arrojaba a los indeseables por débiles o enfermos para deshacerse de ellos.
La dirigencia
opositora tampoco guardó estilo. No fueron pocos los que, de una u otra manera,
dejaron ver su deseo de que se hiciera realidad aquella no muy lejana
afirmación de Lilita Carrió en cuanto a que “lo mejor que le puede pasar a la Presidenta es
enviudar”.
Cuan lejos quedó
aquel 2008, en que el antikirchnerismo se arrogaba el monopolio de la bonhomía,
la calma, el afán de diálogo y la búsqueda de consensos. Quien esto escribe no
duda que entre sus votantes hay un buen número de energúmenos que desean lo
peor para quienes no piensan como ellos. Pero sería estimable que los
dirigentes trataran de subir ese piso, que predicaran con el ejemplo, que no
comulgaran con las peores pulsiones de
sus representados y que, al menos en ocasiones como éstas, mostraran un poco de
buenos modales, de protocolo, o en todo caso de una calculadora
hipocresía.
Si cuando hay elecciones es edificante y deseable que el
vencido felicite al vencedor porque es una señal de templanza, un piso de
respeto y una señal de admisión de los límites de la contienda, ¿Qué no decir
entonces cuando de la vida misma se trata, aun cuando esa vida sea la vida del
peor adversario democrático?
Desde que Néstor Kirchner se internó de apuro el sábado a la
noche, el odio ha sido mencionado muchas veces. Diputados, senadores y
formadores de opinión, puestos en el lugar de médicos oficiosos, diagnostican
que la causa psicosomática del problema cardiovascular de Kirchner es el odio
que circula por sus venas. Así, sus adversarios políticos y mediáticos, cuyo
odio inútil no parece tener fin, su
cargan en la mochila del ex presidente. Se ignora, hasta nueva orden, si
extienden el perspicaz diagnóstico a todas las personas que padecen afecciones
semejantes, como tampoco se sabe cuántos
son los opositores que sufren problemas de igual tenor y si, en estos casos,
también la monocausa es el odio.
El odio induce a errores o a desmesuras, y en política siempre va emparentado a la
impotencia. Quienes por estos días especulan con la muerte de Kirchner ya antes
habían dado por muerto al kirchnerismo. Sus impacientes profecías fallaron y su
desasosiego aumenta. El kirchnerismo no es un pato rengo desde el “voto no
positivo” de Julio Cobos ni desde la derrota electoral del año pasado, ni el
Grupo A lo pasó por arriba en el
Congreso tal como muchos creyeron que iba a suceder. Para colmo, los
principales presidenciables opositores
han ido diluyéndose a causa de su inoperancia para interpelar a la
sociedad sin mostrar un proyecto alternativo y ni siquiera han logrado
trascender las internas dentro de su propio partido o superar las rencillas por
cuestiones de cartel con sus asociados, con lo cual si bien nada le asegura al
oficialismo la victoria el año que viene, sí es dable pensar que mantendrá la gobernabilidad
y la firmeza en el ejercicio del poder político y con ello señalar el rumbo y
marcar la agenda. El escenario electoral es hoy abierto; muy abierto y sobre
todo más difícil de predecir de lo que parecía ser hace un año. Y son esas
circunstancias inesperadas, no deseadas y en algunos casos negadas, lo que
inspira en sus adversarios la furia, el descontrol verbal y la falta de
sensibilidad humana. Y es también la causa de de sus desvaríos torpezas.
De momento, quienes dieron por difunto al kirchnerismo se
desesperan al no hallar el modo de derrotarlo democráticamente. Es por eso que
quienes se ofendieron cuando los tildaron de “destituyentes”, ahora se dedican
a desear la muerte de Néstor Kirchner.