Se sabe que aparte del blanco y el negro hay grises; y también que en esos grises los opuestos pueden aproximarse. Pero el abuso del matiz puede terminar en algo indefinible, ambiguo, incierto, confuso. Si se pretende aclarar un azul profundo, éste puede convertirse en un celeste blancuzco o en un blanco acelestado, es decir, en un tono chirle, impreciso, relativo. Lo mismo ocurre cuando uno pregunta ¿Te gusta tal cosa?, y le responden con un “relativamente”, ¿qué significado tiene esa respuesta?
Vivimos una época de contrastes, de oposiciones, de antítesis, y nos toca sobrellevarla estando en alguno de los lados porque la corriente te lleva o te deja atrás. Ya no sirve estar en el medio ni mucho menos en los dos, y como no se puede estar un “no lugar”… El caso de Julio Cobos es un buen ejemplo: por más que quiso relativizar su voto “no positivo”, terminó siendo un voto negativo absoluto, porque lo relativo no tiene ningún valor. Se está a favor, o se está en contra.
Tanta tensión antagónica es incómoda: desplaza la idea de la neutralidad, de la asepsia, del “yo, argentino”; fatiga al ciudadano y lo construye más frontal, lo pone al descubierto, lo impele a situarse en un lado o en otro. En el medio, nada. Así como calentar o enfriar la economía no es una cosa relativa, así se está a favor de los Derechos Humanos reivindicando la memoria o se pretende echar todo al olvido; se está de acuerdo con potenciar el Estado o se prefiere estrujarlo hasta desvanecerlo.
Los dilemas que plantea la encrucijada social, económica y política, se incluyen en ese proceso binario de lo blanco y lo negro. El mal llamado “conflicto con el campo” es un ejemplo de ello. Lo mismo ocurre con la nueva Ley de Medios, con las jubilaciones recobradas por el Estado, con averiguar o no la dudosa identidad de los hijos de Ernestina Herrera de Noble, con apoyar o boicotear la nueva ley de entidades financieras o la investigación de Papel Prensa. No son cuestiones relativas. Tampoco es relativo Hector Magnetto ni Lidia Papaleo, como no lo son un torturado y su torturador.
Es la sociedad quien lo ha decidido; así lo han determinado los votos y el Congreso es su caja de resonancia. Con casi tres décadas de democracia, a esta altura ya sabemos que las próximas elecciones no tendrán un valor relativo.
El odio tampoco es relativo. Luis Buñuel decía, y su cine lo demostraba, que “no hay odios ni deseos inocentes”. En la Argentina sobran los deseadores de esa clase. La pulsión tóxica expresa sus deseos a través de los medios y de sus representantes políticos. Se los ve, se los lee y se los escucha allí, agazapados, amenazantes, haciendo méritos para probar que sus deseos son odios estancados y no tienen nada de relativo. Entre otros deseos está el que desea que se descubra que Lidia Papaleo ha recibido millones de dólares para estar contra Clarín y la Nación. Y que se descubran cientos de millones de dólares escondidos bajo el parqué del antiguo despacho de Kirchner, y que el Gobernador Scioli se de vuelta y pase a ser opositor poniéndose a las órdenes de Dualde. Fontevechia, el famoso editor de Clarín, escribió como si nada que Kirchner, “cuanto más se esfuerce en disimular su enfermedad, más se enfermará”, mientras Mariano Grondona se inquieta porque aún no se creó el “antídoto” para acabar con el kirchnerismo.
Más fresco está el deseo de que Hugo Yasky sea culpable de fraude en las elecciones de la CTA y que su cómplice en el fraude sea Hugo Moyano, y el de quienes desean que la hija de los Kirchner, que estudia en Nueva York, sea denunciada por sus vecinos de Manhattan por causar ruidos molestos a la noche. Y están los deseos internacionales: por ejemplo que Obama desmienta haber felicitado a las Madres de Plaza de Mayo, o que Nestor Kirchner fracase al frente de la UNASUR y que Cristina deje de ser invitada a inaugurar cuanto evento internacional de importancia haya en el mundo. Y el último, aparecido hace poco, que consiste en el deseo de que una vez que los chilenos logren salvar a los mineros enterrados a 700 metros de profundidad, aquí, en una mina a cielo abierto de Cuyo, un minero de pueblo originario quede apretado por una piedra chiquita y no haya tecnología que lo salve.
Hay argentinos que desean que la inflación aumente hasta hacer colapsar la economía, y no faltan quienes desean que cuando llegue el verano y se enciendan los aire acondicionados, justo las represas se queden sin agua y haya un apagón catastrófico salvo en la casa del ministro De Vido. Y ni hablar de los que se mueren de ganas para que un matón K, con remera negra y logotipo K, le pegue un pellizco en las nalgas a un periodista delicado para que la SIP lo considere un ataque a la libertad de prensa y pida la intervención de la ONU. También flota en el aire un deseo que hasta me da pudor incluirlo: Es el deseo de que una de las parejas gay cometa alguna perversión en la crianza de un hijo, para que así Bergoglio y Mirtha Legrand salgan a decir que ellos auguraron que el casamiento igualitario era peligroso… Sólo por una cuestión de buen gusto no incluyo aquí los numerosos deseos explícitos de muertes varias y esperanzados deseos de golpes de estado.
Esta es una lucha entre deseos no inocentes. Por fortuna también son muchos los que tienen buenos deseos. Y me atrevo a decir que últimamente son cada vez menos los que tienen deseos indeseables.